viernes, 16 de abril de 2010

Escritos propios: 10. Escena rápida

Te paras y respiras hondo, fuerte, entrecortadamente. Te siguen, lo sabes, lo sientes. El sudor frío te empapa cuerpo y cara. Una, dos, tres gotas hasta el cuello. Veinte. Estás temblando: la noche te abriga. No sabes qué hacer. Derecha, izquierda. Seguir de frente hasta el parque. Sí, rápido. La neblina te impide ver más allá, te moja. Ni una sola estrella, no las verías. Corres. Ya no sientes presión en el estómago. Corres. Dolor en el costado. Un ladrido y otro. De dónde viene, de dónde. Y otro más. Paras, dolor en el costado. Miras en derredor y sigues sin ver. Pero tienes que ver. Te siguen, lo sabes, por dónde. Intentas escuchar sus patas golpear el asfalto: el silencio es desgarrador. Respiras hondo, fuerte, entrecortadamente y echas a correr otra vez, rápido muy rápido. Pero no puedes continuar porque están frente a ti: el perro y el niño, el niño de negro. Sus ojos mudos sin color, tú los ves, eso sí. Y piensas en él, en lo que fue, en las mañanas, en el pan bajo el brazo. Su madre en el balcón, cigarro entre los dedos, ceniza en la otra mano. Los ves, los ojos mudos sin color. Te giras y huyes, ellos tras de ti. El perro y el niño, el niño de negro. Vuelas sin alas evitando la oscuridad bajo tus pies: una, dos, tres zancadas. Veinte. Y tropiezas y caes y sangras. Y lloras. Tus rodillas. Tus manos se manchan de agua, sangre y sudor. No puedes parar, no debes. Te siguen. Arriba. Corres. Derecha o izquierda, ya no importa. En tu fuga acelerada ignoras los bultos que te rodean. Grandes o pequeños, oscuros. Y árboles altos, altísimos; ramas desiertas, laberínticas. Pasan segundos eternos. No oyes más que tu respiración violenta, ya no hay ladridos. Pero sigues corriendo hasta que tu cuerpo dice ya. Ya. Bum, bum, bum: el corazón. Bum, bum, bum: martillea. Bum, bum, bum: amenaza. No puedes parar, no debes. Te siguen, lo sabes. Y entonces ves: cajas, muchas cajas, millares. Grandes y oscuras. Dentro, te quieres esconder y vas a correr hacia ellas. Pero es tarde. La oscuridad ya no es oscura sino negra, no hay nada que ver, no hay destino ni escondite. Y sabes, te tienen, el perro y el niño, el niño de negro. Lloras temiéndole a él, pensando en lo que fue, en las mañanas, en sus ojos mudos sin color… Y escuchas música entre el silencio. Una, dos, tres notas. Veinte. Piano dulce, derecha. Una, dos, tres y se añade el violín, izquierda. Empieza el duelo, fuerte, alto, agresivo. Chocan notas en la negrura, música grotesca, dolorosa. Piano, violín, los dos a la vez, rápidos, muy rápidos. Y alto, altísimo. Tú eres la diana, punto de encuentro, y no puedes, no sabes huir. Chillas de horror pero no emites sonido alguno. Y sabes: te tienen, los ojos mudos sin color.

viernes, 26 de marzo de 2010

Escritos propios: 9. Escena

[Continuación del ejercicio 8]

Avanzamos sin prisa por el pasillo central, nuestros pasos amortiguados por la raída alfombra verde. Yo voy delante, impaciente, preocupado, esperanzado. Pero despacio, muy despacio. Los metros que nos separan del hombre están furiosos con nosotros, parecen sumarse a medida que los recorremos. Siento cada vez más el bochorno de la sala en la frente, en las axilas y en las manos. Sin dejar de caminar y mirar al frente intento calmarme, respirar hondo. Clara debería hacer lo mismo. Aún sin verla, sé que lloriquea quedamente a mis espaldas: la escucho moquear.

—Ya está bien, Clara —le susurro al aire sin mover apenas los labios—. Vas a fastidiarlo.
—¿Y qué quieres que haga? Míralo… es… es él, él. ¿Por qué…?
—Ya lo hemos hablado antes.
—Pero ¿cómo puedes…?
—¡Basta! —me giro— No lo hagas más difícil, por favor. Sólo hemos venido por un motivo. Lo demás no importa, no debe importar, nada, ¿de acuerdo? —No me responde, así que la tomo de la mano e insisto:— ¿De acuerdo?
—Sí… —dice su sonrisa triste.

Cuando me vuelvo, él sigue mirándonos severamente desde la butaca. Su postura no ha cambiado un ápice, tan serio, ni siquiera parece pestañear. Macabro muñeco que aún estando en el escenario no actúa. Nunca supo. La aversión que destila hacia nosotros es verdadera y me derrota. Me cuesta caminar y seguir retándole con la mirada. Después de una eternidad nos paramos frente a su improvisado altar. Desde aquí, a un nivel más bajo, puedo verlo, podemos vernos con total claridad. Ya no hay duda. Un escalofrío recorre mi cuerpo. De dolor, de alegría, de miedo, de compasión, de nostalgia, de rencor. La mano de Clara aprieta la mía cada vez con más fuerza. O quizá sea yo quien aprieta la suya. En cualquier caso da igual, porque no lo siento. Ahora sólo soy capaz de recordar ese día, el último, el timbre de la puerta. Pero el eco de su voz interrumpe mis pensamientos.

—Llegáis tarde.
—¿Lle… llegáis tarde? —le escupo tras unos instantes de vacilación— ¿Es eso lo primero que nos dices después de todo? ¿Llegáis tarde?
—Sí, porque llegáis tarde.
—¿Qué… qué es lo que quieres, Diego? ¿A qué… a qué viene citarnos ahora? ¿Y por qué en este lugar? ¿Qué se te ha perdido aquí?
—Haces demasiadas preguntas, papá. Además, nada de esto va contigo, en realidad. —Y dirigiéndose a Clara:— Es con ella con quien quiero hablar.

domingo, 28 de febrero de 2010

Escritos propios: 8. Descripción de espacio

Una enorme puerta de roble de dos hojas, ahora viejas y destartaladas, brinda entrada a la estancia, un hemiciclo perfecto de techo invisible, lejano hasta el infinito. Cuatro lámparas de luz ambarina separadas entre sí por el mismo trecho ofrecen descanso a una oscuridad que sin ellas seria total. El pasillo central discurre en ligero descenso hasta el punto opuesto de la sala. A ambos lados, otros dos hacen el mismo camino, paralelos a él. La tríada distribuye en perfecto orden los centenares de butacas tapizadas en escarlata renegrida. Sus brazos de madera oscura y carcomida aun dejan entrever ribetes floreados en ocre, la misma ornamentación de la balaustrada de los palcos en los pisos superiores, así como de los asientos que esconden detrás, aunque éstos más anchos y cómodos. El tejido esmeralda y acorchado del suelo ha perdido ya todo su valor; todo él recubierto de varias capas de polvo y escombros, anulando la majestuosidad del aterciopelado.

Allí abajo, donde confluyen los pasillos y a donde están dirigidas todas las butacas, un muro relativamente bajo diferencia el espacio rectangular propio de la orquesta que debía acompañar a las representaciones, dándoles ritmo y sensación. Está al menos un metro por debajo del nivel de las primeras filas de asientos, y su pared más lejana representa la recta de la forma semicircular de la sala. Pero hay más: justo enfrente, mucho más alto y fuera ya de la silueta, se alza el gran escenario, enorme, enmarcado por un pesado telón granate y polvoriento.

Todo respira un silencio veterano e inquietante, un silencio que no conoce más ruido que el crujir del lejano techo en días de ventisca o lluvia, o el correteo de los roedores bajo las alfombras y tablas de madera. Sin aberturas aparentes al exterior, el aire aprisionado es de tal calidez que sofoca y oprime. Un lugar olvidado, sobado por el tiempo, sin tregua. Un punto desaparecido de la realidad. Un espacio fallecido y olvidado por los demás.

Pero no, aún no es el fin. En medio del escenario, tras la concha del apuntador, hay una butaca arrancada de no se sabe dónde. Y desde allí, sentado cómodamente, en el corazón de éste su hogar, la mirada juiciosa de él se clava en nosotros, culpándonos.

sábado, 20 de febrero de 2010

Escritos propios: 7. Flashback, elipsis y digresión reflexiva

Al entrar en el vagón de tren poco concurrido y cálidamente iluminado no tarda en desprenderse de su jersey y sentarse frente a mí. Ligero traqueteo evidenciado en el balancear de los cuerpos, en los sonidos amortiguados: una pequeña molestia que deja de serlo por su afán cotidiano. Sus ojos recorren la acogedora estancia y sus ocupantes. Los míos lo miran a él. Es un hombre alto y joven y de piel clara, con barba de dos días; lleva el pelo castaño muy corto, rapado, tanto que de lejos no se le distinguiría, una calvicie que aun sumándole años lo hace atractivo. Sus ojos grandes y claros, rodeados ya de ligeras arrugas, concentran la belleza del rostro. Y yo me concentro en ellos mientras se tornan hacia mí y nos miramos y no retiramos la mirada. Sonríe y yo también, tímida, discretamente. Nadamos en la profundidad del otro dos, tres segundos. Ahora sí, turbada desvío la cabeza. El gesto me hace reparar en su equipaje, en esa mochila marrón que no soy capaz de olvidar.

Aquel día encontré por fin lo que andaba buscando. Llevaba mucho tiempo organizándolo todo, incluidos los más mínimos detalles. Quería que recordase su vigésimo sexto cumpleaños como el más espléndido, el más feliz. Sus amigos, los nuestros, él y yo. Los dos y los demás, pero sobre todo nosotros, juntos como nunca. Y había dado con el mejor regalo: la mochila de piel, sí, la misma que ahora tengo frente a mí. Aquella fiesta y aquel paquete, aquella cara al abrirlo y su reacción repentina; desde entonces, desde todo aquello… ah.

Lee y yo miro cómo el sol se esconde tras las montañas lentamente. El tren cruza el río por un viejo puente de hormigón pero no nos damos cuenta porque seguimos haciendo ver que hacemos algo que no hacemos. Interpretamos papeles de gente común, de gente que lee de verdad, que mira con interés el paisaje; sin embargo somos conscientes de la atención que nos robamos, de las miradas que alternamos, del reclinar de nuestras espaldas, haciendo que sólo unos milímetros separen nuestras rodillas. Siento su atracción, la misma que la mía; noto su voluntad, el sudor en las palmas de sus manos, la sed de su garganta. Y también un aleteo ascender dentro de mí, el cosquilleo creciente al que induce su cercanía. Siento arder mis mejillas y tiemblo de calor.

Quisiera reclinarme más y mirarle, buscar un mar en calma entre la tormenta, notar la frescura del agua y la calidez tibia de su cuerpo. Alargar mis piernas y rozar las suyas, tranquilizar sus dedos bailarines, nerviosos sobre el pantalón. Pero mis pensamientos no me dejan saltar: el recuerdo del dolor anula mi voluntad. Mi cuerpo le llama, grita, sufre en silencio, encarcelado. ¿Qué hice mal? ¿Por qué no le gustó? Sus palabras me hirieron sin motivo, las risas ofendieron mi trabajo y él, él… la fiesta, todos allí… yo le quería. Te quería. ¿Por qué? Ya nada tiene sentido, todo está oscuro. El deseo impaciente se reduce a una mera esperanza, vana, ilusa, infantil.

Le escucho remover en la mochila y se levantarse para volver a ponerse el jersey. Cuando se sienta, yo divago en nada con la mirada perdida en el cielo ya oscuro, lo que no me impide sentir, esta vez sí, el roce de la tela primero y la clara unión de nuestras rodillas después. Instintivamente me giro hacia él con sorpresa en el rostro: sus ojos clavados en los míos. Ya no hay timidez en ellos, sólo valor. La mirada se eterniza a lo largo de segundos.

No escucho el aviso, ni siento cómo el tren ralentiza. Él sí, o no, pero se pone en pie y, sin dejar de mirarme, me ofrece el libro con un hasta pronto. Después, sus pasos suenan unos instantes a mi espalda hasta desaparecer.

viernes, 22 de enero de 2010

Escritos propios: 6. Monólogo interior

Oh, oh, ahí viene otra vez. Pon buena cara y sonríe, eso es. Ahá. ¿Por qué siempre se dirige a mí? Asiente. Bien. Qué bueno, a este tío le salen pelos de la nariz. ¿Esos pelos crecen? No, qué horror. Tendría que cortárselos. O quizá si los cortas sí crecen... Joder, cómo habla. Debe creer que me interesa, claro, ¿por qué? Dile que sí, dile que claro. ¿Acaso no lo ve? No. Sí, es evidente, pero no le importa. Oh, por favor, ¡qué rapidez! Calla, hombre, calla. ¿Han descubierto una nueva constelación? Ah. ¿Qué diablos es una constelación? Algo de las estrellas, de los planetas, sí, bueno, algo de eso. No digas nada. Cara sorprendida, perfecto.

Reíd, reíd, capullos, que ya os tocará. Hipócritas de mierda. Jiji-jaja en la oficina y luego hacéis porras a mi costa. Ah, pero juro que esta os la devuelvo, vaya que sí. ¿Pero qué me estás contando? Sonríe. Apolo. ¿De qué me suena el nombre? ¿No se llamaba así uno de los protagonistas de la serie esa que ve Arturo? Asiente. El del comandante no, ése tenía nombre de presidente. Sí, Obama. No, Abama. Sí… bueno, no sé. Tendré que bajarla, tenía buena pinta, aunque era tan oscura… ¿Por qué está todo oscuro? Qué ratas, por cuatro duros que se ahorran apagándolas. Joder, y ya podría salir el sol, tanta lluvia tanta lluvia. Así poco importa que levanten las persianas. Qué sucias. Si pusieran cortinas…

Uy. Silencio. Gírate, vuélvete. Ay, mierda, que me mira y no habla. Eh… asiente. No, no, sonríe. No, no. Dile, cambia de tema. Joder, ¿por qué te cuesta tanto seguirle la conversación? Ah, está mirando por la venta. Bien, aprovecha, dile. El tiempo, sí. No… esa mirada perdida. Ay que lo sabe. Sí, se ha dado cuenta. Bah, desde el principio que lo sabe. ¿Por qué siempre se dirige a mí?

—Qué ganas de que empiece a hacer calorcito, ¿eh?
—No, me gusta el frío.

Sonríes, bien, bien. No, ¿otra vez? ¿Del clima? Buf. Asiente. ¿Entonces no se ha dado cuenta? Joder, joder. ¿Cómo le digo? ¡Pero cállate! No, pobre. Sí, lo sabe, es evidente, pero no le importa. Claro, le debe dar igual. ¿Quiere aparentar? No, quiere hablar, pobre. ¡Pero cállate! Ah, ah, ¿cómo le digo? No, déjalo, déjalo. Buf. Me quedan unos minutos. ¿Tendrá para mucho? Claro, sí, siempre. Adiós al café del bar. Arg, pagar 40 céntimos por esa birria… Qué remedio. No, paso de…

Ay, qué cosquilleo. Ah, bendita melodía.

—Discúlpame, Luís… ¿Sí?

viernes, 1 de enero de 2010

Escritos propios: 5. Estilos directo, indirecto e indirecto libre

Andaba pisando enérgicamente entre las sombras grises y frescas del paseo. Manos en puño en los bolsillos del abrigo. Luz ambarina filtrándose entre los árboles. Chispas de arena y piedrecillas brotando de sus pies acelerados, rápidos sin necesidad, fortalecidos violentamente. A su paso, nubes cobrizas de polvo. En derredor, siluetas de tierra emborronadas por el velo acuoso de sus ojos.

“Esta noche viene tu hermano”, le había dicho su madre, apoyada con una mano en el marco de su puerta mientras con la otra sostenía la escoba. Y él, sin levantar los ojos del papel, había afirmado con la cabeza y seguido con lo suyo. Pese al eje equívoco de la escalera, el plano le estaba quedando realmente bien. Si consiguiera añadir la instalación eléctrica para mañana… “¿Es que no me has escuchado?”, insistió ella con voz dura. El sí que obtuvo por respuesta debería haberle bastado. “Pues haz el favor de mirarme”. Con calma, Mario dejó el lápiz sobre la mesa pensando lo muy pesada que podía ser su madre, giró la silla para tenerla de frente y se dirigió a ella: “¿Qué es lo que quieres?”

Mucho hijo querido, mucho hermano lejano, mucho vete a por algo para la cena, pero ¿quién pensaba en él, eh? ¿Es que a nadie le importaba lo que tuviera que hacer? ¿No se daban cuenta de que su trabajo era importante, de que debía hacerlo bien para triunfar y para ello necesitaba tiempo? No, qué más daba, si siempre era lo mismo. Mario estaba para obedecer y callar; obedecer, callar y mirar a los ojos mientras le hablan, al menos mientras estuviese en su casa. Porque ¿no era eso lo que siempre le decían?: “Harás lo que yo te diga mientras estés bajo mi techo”. Por supuesto, jefe, lo que tú digas. Y no, tranquilo, que no rechistará. Sólo se permitirá el lujo de dar un portazo al salir. Total, para cuando vuelva, cambiar las sábanas por unas limpias será más importante que su mal humor y se habrán olvidado del desaire.

Mario tardó en darse cuenta, pero se estaba bien en el parque. La temperatura acompañaba y el canto de los pájaros lo relajaban. Decidió no ir a comprar lo que le habían pedido y quedarse allí, sentado en uno de los bancos situados junto a la fuente. “Ya cenarán las sobras del domingo”, se dijo con rabia. Una vez se hubo acomodado sobre la madera fría y envuelto con el sonido del agua al caer, cerró los ojos dispuesto a calmar sus ánimos, a dejar la mente en blanco y disfrutar de la nada.

Sin embargo, el sentimiento de culpa no lo dejó. Su madre lo sabía, vamos que si lo sabía. “Por eso me manda, porque sabe que quiera o no acabaré haciéndolo”. Y eso era algo que lo sacaba de quicio y lo enfadaba aún más, ¡maldita sea! Por eso, mientras pagaba la compra, no dejaba de reprocharse para sí: “Eres un estúpido, Mario, eres un estúpido”.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Escritos propios: 4. Focalización interna múltiple

Primer punto de vista

Eran las once y dos minutos de la noche y el autobús aún no había llegado. Martín estaba cansado. Estaba en la parada desde hacía tan sólo unos instantes, es verdad, pero después de tantas horas trabajando la paciencia acababa por terminársele.

Se sentó en el asiento. Sí, en ése incómodo e inclinado, que más que ofrecerle descanso le obligaba a situar los pies bien firmes en el suelo para no resbalar. ¡Cómo lo odiaba! Por eso estaba concentrado en maldecir el radiador de su coche, ahora estropeado, cuando reparó en que frente a él, en la parada del otro lado de la carretera, había aparecido alguien. Al principio le costó descubrir la silueta: la niebla era más bien densa y el alumbrado ayudaba poco. Pero sin desviar la mirada y con la simpatía de los focos de los pocos coches que pasaban, pudo al final apreciar que se trataba de una mujer.

¿Una mujer en el polígono industrial a ésas horas? Él llevaba ya un par de semanas cogiendo el autobús para volver a casa y nunca se había encontrado a ninguna mujer en su misma situación: a todas las que trabajaban de tarde las venían a buscar. Que ella estuviera allí no era normal.

Natalia nunca hubiese hecho lo que esa chica, salir del trabajo a las tantas y esperar en la parada, sola y muerta de frío. Vamos, ni loca. Para eso estaba él, ¿pues tener chofer particular no era acaso una de las ventajas de tener novio? Claro que sí. Una llamada y listo. Y más le valía no hacerla esperar demasiado. ¡Ay, Natalia!

¿Cuánto tiempo llevaba sin verla? Desde el día 3. ¿Tanto ya? Uf. La echaba de menos. El desayuno juntos, las llamadas por teléfono, los fines de semana en el sofá. Abrazarla, sobre todo eso. Y mientras, acariciarle ese pelo suyo enmarañado, siempre suelto. Exacto, como el de esa chica. ¿Por qué lo miraba de esa manera? Claro, con esas pintas que llevaba no podía ser de otra manera. Natalia siempre le decía que se duchara en el trabajo antes de salir, pero a él nunca llegó a hacerlo. Ahora ya poco importaba.

Aún ensimismado como estaba, escuchó llegar el autobús. Vaya, era el que iba en dirección contraria. Las once y veintitrés, ¿cómo era posible? Alcanzó a ver subir a la chica y sentarse, y ya cuando el vehiculo empezada a moverse ella se giró y lo miró, pero a Martín no le dio tiempo a dibujar una sonrisa: ella ya había apartado la mirada.




Segundo punto de vista

Los cinco minutos que separaban la parada del autobús de la fábrica se le hicieron interminables. Era la primera vez que no podían ir a buscarla después del trabajo y por eso Julia se había duchado y vestido todo lo rápido que pudo con tal de no perder el autobús. No quería arriesgarse a tener que esperar al siguiente, si es que lo había.

Para cuando llegó, envuelta de un sudor frío pese a la humedad y la ventisca, el temor de sentirse sola y vulnerable se había apoderado de sus pensamientos. Nunca se había fijado en que a esas horas la zona estaba quedaba desierta y silenciosa; a las tres del mediodía, cuando empezaba su turno, aquello era un hervidero de trabajadores y camiones que no dejaban de transportar material de un lugar a otro. Ojala no tardase en llegar el autobús.

A pesar de la niebla que se había levantado, la necesidad de precaver y evitar posibles sustos la instó a fijarse más detenidamente en derredor suyo. Todo estaba bastante oscuro: la única farola que lograba apreciar debía estar por lo menos a un centenar de metros. ¿Por qué se empeñaba el alcalde en poner tantas flores en las rotondas y no en alumbrar las zonas que lo necesitan?

Pero por absurdo que pareciera, algo la deslumbró. Tardó unos segundos en dar con el origen: las bandas reflectantes de lo que debían ser unos pantalones de trabajo. En efecto, al forzar la vista, no sin hacer una mueca extraña, distinguió en la parada del otro lado a un hombre. Al principio, el hecho de que éste llevara uniforme la tranquilizó porque eso significaba que, como ella, trabajaba en alguna de las fábricas y que seguramente lo único que quería era llegar a casa. Sin embargo, parecía que el hombre no dejaba de mirarla. ¿Es que acaso se conocían? ¿Podía él reconocerla aún en la oscuridad y la distancia? Ella desde luego no.

¡Ah! Por fin escuchó y vio acercarse el autobús. La sensación de alivio la invadió. Así como hubo parado y abierto las puertas, Julia subió, saludó al conductor con una sonrisa no correspondida y fue a sentarse junto a la ventana. En un acto reflejo miró por ella y, con la ayuda de los focos del autobús, pudo entonces ver que el hombre de la otra parada era un total desconocido, así que se giró y no le prestó más atención.