viernes, 1 de enero de 2010

Escritos propios: 5. Estilos directo, indirecto e indirecto libre

Andaba pisando enérgicamente entre las sombras grises y frescas del paseo. Manos en puño en los bolsillos del abrigo. Luz ambarina filtrándose entre los árboles. Chispas de arena y piedrecillas brotando de sus pies acelerados, rápidos sin necesidad, fortalecidos violentamente. A su paso, nubes cobrizas de polvo. En derredor, siluetas de tierra emborronadas por el velo acuoso de sus ojos.

“Esta noche viene tu hermano”, le había dicho su madre, apoyada con una mano en el marco de su puerta mientras con la otra sostenía la escoba. Y él, sin levantar los ojos del papel, había afirmado con la cabeza y seguido con lo suyo. Pese al eje equívoco de la escalera, el plano le estaba quedando realmente bien. Si consiguiera añadir la instalación eléctrica para mañana… “¿Es que no me has escuchado?”, insistió ella con voz dura. El sí que obtuvo por respuesta debería haberle bastado. “Pues haz el favor de mirarme”. Con calma, Mario dejó el lápiz sobre la mesa pensando lo muy pesada que podía ser su madre, giró la silla para tenerla de frente y se dirigió a ella: “¿Qué es lo que quieres?”

Mucho hijo querido, mucho hermano lejano, mucho vete a por algo para la cena, pero ¿quién pensaba en él, eh? ¿Es que a nadie le importaba lo que tuviera que hacer? ¿No se daban cuenta de que su trabajo era importante, de que debía hacerlo bien para triunfar y para ello necesitaba tiempo? No, qué más daba, si siempre era lo mismo. Mario estaba para obedecer y callar; obedecer, callar y mirar a los ojos mientras le hablan, al menos mientras estuviese en su casa. Porque ¿no era eso lo que siempre le decían?: “Harás lo que yo te diga mientras estés bajo mi techo”. Por supuesto, jefe, lo que tú digas. Y no, tranquilo, que no rechistará. Sólo se permitirá el lujo de dar un portazo al salir. Total, para cuando vuelva, cambiar las sábanas por unas limpias será más importante que su mal humor y se habrán olvidado del desaire.

Mario tardó en darse cuenta, pero se estaba bien en el parque. La temperatura acompañaba y el canto de los pájaros lo relajaban. Decidió no ir a comprar lo que le habían pedido y quedarse allí, sentado en uno de los bancos situados junto a la fuente. “Ya cenarán las sobras del domingo”, se dijo con rabia. Una vez se hubo acomodado sobre la madera fría y envuelto con el sonido del agua al caer, cerró los ojos dispuesto a calmar sus ánimos, a dejar la mente en blanco y disfrutar de la nada.

Sin embargo, el sentimiento de culpa no lo dejó. Su madre lo sabía, vamos que si lo sabía. “Por eso me manda, porque sabe que quiera o no acabaré haciéndolo”. Y eso era algo que lo sacaba de quicio y lo enfadaba aún más, ¡maldita sea! Por eso, mientras pagaba la compra, no dejaba de reprocharse para sí: “Eres un estúpido, Mario, eres un estúpido”.

No hay comentarios: