domingo, 1 de noviembre de 2009

Escritos propios: 2. Escenas, resúmenes y pivotes

El sol acababa de revelar sus primeros rayos y la parte norte del pueblo, la más alta, brillaba lanzando destellos de oro. La hierba de los pastos, aún mojada por la humedad de la noche, se mecía con la ayuda del viento en pos del reconfortante aliento solar. Mientras las gentes se despertaban al canturreo de los gallos, los comerciantes, con unas ojeras dignas de mención, se apresuraban a montar sus tenderetes en la parte trasera de los carros que habían de llevarlos, día sí día también, a los diferentes pueblos que formaban el amplio territorio de Nesme. Todo parecía apuntar a una jornada como cualquier otra.

Aún gorda como estaba, aquella mañana madre se movía con la agilidad y la seguridad propias de las parturientas ya experimentadas, pues no era yo el primero ni sería el último al que ella, Karina, una mujer guapa donde las haya, daría la vida. Colocó la mesa como todos los días: tazones limpios para todos, la jarra de leche recién ordeñada en el centro de la destartalada mesa y dos naranjas del árbol frutero que se beneficiarían padre y Jaacov, el mayor de mis hermanos, por ser ellos los que traían las perras a aquel cuchitril que todos se empeñaban en llamar casa. Anne no tardaría en volver, trayendo consigo los bollos con sabor a madera que osaban venderle en la tahona de la plaza.

Pero Anne no llegó a tiempo para ver el principio de lo que sería el final de la apaciguada existencia de la familia: mi nacimiento. Todo empezó cuando decidí, sin previo aviso, empujar, pues ¿acaso no tenía yo el mismo derecho a desayunar junto al resto? Madre no tardó en encharcar el suelo y, sufriendo como estaba, no pudo más que dejar de estirazar las mantas del suelo sobre las que todos dormían por las noches para tumbarse en ellas. Y así fue como, sin más ayuda que las temblorosas manos de nuestra vieja vecina, la única que quiso responder a las llamadas de alguno de mis hermanos, asomé la cabeza primero y el resto después.

Maldita la hora. Los ojos como platos y las bocas en gesto de asco de todos los allí presentes no fueron nada comparado con lo que el porvenir me depararía. Pues, aunque como ya he dicho no fui el primero ni el último en nacer de aquellos padres que poco me quisieron, sí me llevé la exclusiva por presentarme como lo hice. Todos pudieron ver ese tono de piel blanquecino, antinatural, con un ligero matiz grisáceo, que me acompañaría para siempre. También los labios, que, aunque pequeños, estaban totalmente tintados de roca. Y qué decir del pelo albino de reflejos azules que quiso el diablo que luciera. Pero lo que más espantó fueron los ojos que no tardé en abrir: dos enormes esferas de color marino metálico.

Fue aquel aspecto el que determinó mi vida. Al no cambiar en el tiempo que se considera razonable (supongo que no más de dos o tres días), mis padres, hermanos y hermanas me trataron como a un discapacitado inútil del que se avergonzaban, escondiéndome en las entrañas de las cuatro paredes donde vivíamos. Sólo cuando la conciencia de madre quedó suficientemente satisfecha, a altas horas de una noche de invierno a mis catorce años, me pusieron en la mano cinco tristes monedas y, echándome sobre los hombros el jersey más viejo del que disponían, me colocaron en la calle, de espaldas a la puerta. Aquella fue la primera vez que vi, con mis ojos de azul metálico, el cielo estrellado sin que los marcos del ventanuco me limitaran. Me sentí feliz, aunque ese sentimiento no duró mucho tiempo.

El camino se alargaba frente a mí cual serpiente de arena. Por un momento mi mente quedó en blanco, ¿qué debía hacer? ¿Dónde ir? Lo único que tenía claro era que, primero, no quería encerrarme en ningún sitio. Y segundo, era mejor evitar a la gente, no fuera que con mi presencia se armara una buena. Además, tal complejo me habían creado que tampoco me apetecía prestarme a bufón de nadie. Así mis pensamientos, me salí del camino y, mirando alternativamente al suelo –para no tropezarme- y al cielo –donde tenía fijada mi ilusión-, me dispuse a buscar refugio bajo algún árbol cerca del río, del que tanto había escuchado hablar a mis parientes.

El frío y la desesperanza nublaron la alegría que sentí en un principio. No sé cómo, pero me adentré en el bosque, donde anduve durante horas sin rumbo, y, sobre todo, sin la luz de las estrellas que tanto ansiaba y que ahora eran eclipsadas por las frondosas copas de los robles. Para cuando tropecé, no sin sorpresa, con el ya olvidado río, un sudor frío se adhería a mi piel, piernas y brazos presentaban serios arañazos, y mi alma de niño se regodeaba en el pesimismo.

Me acerqué al agua y me miré en el espejo que tan cruelmente me ofrecía. Me vi cuán blanco era en la oscuridad, sólo acompañado por el reflejo de la ahora sí visible luna. Lloré. Lloré como nunca lo había hecho, en un intento de despojarme de todo el mal que me albergaba. Y tan profundo recuerdo el llanto y la frustración, que tengo olvidado el momento en que me separé de la orilla, arrimé a un árbol cercano y me sumí en un profundo, y sorprendentemente placentero, sueño.

Esa llorera no tuvo sucesoras. Al despertarme a la mañana siguiente, con la cara aún reseca por las lágrimas, y sentir el aire fresco que me envolvía trayéndome olor a verde, me dije que esa sensación de libertad bien podía cambiarla por mi desazón. ¿Qué sentido tenía afligirse por un mal pasado y un semblante sin solución teniendo como tenía el mundo entero a mi disposición? Ese día me prometí no dejarme vencer y aceptarme tal cuál era.

Bien es cierto que durante los años que siguieron cumplí con la primera parte de la promesa, mas no con la segunda. Trabajando duro y pasando hambre durante bastante tiempo conseguí hacerme con el material suficiente para construirme una casita allí donde mis pasos me llevaron aquella lejana noche. Era modesta, pero a mí me parecía hermosa y digna para alguien como yo. Además, al estar retirada del poblado, pocas eran las veces en que me topaba con alguien, quienes al verme, pensando, digo yo, que padecía algún tipo de enfermedad, huían despavoridos, no fuera que fuese contagiosa. Sólo Rinette me trató como si fuera cualquier otro.

Pasaba ya la hora del almuerzo de un día primaveral y me encontraba yo encaramado en lo alto de un manzano cogiendo sus frutos cuando una voz femenina algo grave se dirigió a mí:

– Oye, perdona, ¿te importaría lanzarme un par? Llevo buena parte de la mañana recorriendo estos bosques y desde ayer que no pruebo bocado. ¡Tengo un hambre atroz!

Bajé la vista y vi una figura a contraluz. Creyendo que no me había visto bien, descendí del árbol de un salto, dejé la cesta que llevaba la recolecta a un lado y, situándome frente a ella, me limité a bajarme la capucha que me había acostumbrado a llevar para que se fijara mejor en mi. En lugar de dar la vuelta y salir corriendo como esperaba, se quedó donde estaba clavando sus ojos en los míos con una expresión más de sorpresa que de asco.

Aproveché esos instantes para admirarla yo a su vez: tenía un cuerpo menudo y fuerte, como así demostraba la apariencia de su musculatura. Sus rizos castaños enmarcaban un rostro joven y delicado, de tez tostada. Al contrario que la mía, la piel de sus brazos y piernas quedaba al descubierto, mostrando numerosas cicatrices. Cuando quise fijarme en los que sus manos asían, sus palabras me interrumpieron.

No hay comentarios: