sábado, 14 de noviembre de 2009

Escritos propios: 3. Dos voces narrativas

1ª voz narrativa

No pegué ojo en toda la noche. En las seis horas y veintitrés minutos que estuve metido en la cama. Rita durmió plácidamente a mi lado, pero yo no podía sino cambiar de posición continuamente: hacia arriba, hacia abajo, de costado, con almohada, sin ella… Al final, a las siete, una hora antes de que sonara el despertador, me levanté y me fui directo a la cocina a prepararme un buen café con leche, doble y con espuma, como a mí me gustan. En el último momento, sin embargo, un manojo de nervios que no logré ubicar me recomendó una tila en lugar del café que con tanta pena derramé en el fregadero. Quizá pudiera prepararme otro después.

Después de la presentación. ¡Ay! Nada más pensar en ella mis manos se pusieron a temblar. Cuando empecé a escribir sabía que este tipo de actos estaban ahí y que, de poder llamarme algún día escritor, tendría que afrontar. Sin embargo, incluso hasta hacía bien poco, nunca me paré a pensar detenidamente en todo lo que llegarían a suponer. Por supuesto, me entusiasmaba saber lo que las presentaciones, firmas y demás apariciones públicas significaban (¡el reconocimiento de mi obra!) pero no lograba superar la vergüenza, los nervios, la idea de un posible error por mi parte o la no aceptación por la suya, su rechazo… ¡tantas cosas!

Tenía que sobreponerme. Toda esa sarta de pensamientos negativos no iban a ayudarme, y menos en un día como hoy. Así que respiré hondo, fui hasta la salita de estar y me senté en el sofá, dispuesto a tomarme la tila antes de que se enfriara.

Ya estaba en el baño, afeitándome con esmero, cuando escuché, durante apenas unos segundos, el despertador en la habitación contigua. Al poco Rita se me acercó, me dio un beso en la mejilla ya limpia y, sin mediar palabra, se metió en la ducha tan deprisa que llegué a pensar que se había olvidado de nuestra cita y que quizá pensara que llegaba tarde al trabajo. La dejé hacer y no le comenté nada por la sola razón de que, con el ruido del agua al caer, no iba a escucharme y sólo conseguiríamos reñir.

Pero no, cuando salió y me vio trajeado en la habitación poniéndome la corbata me sonrió, dándome a entender que sabía perfectamente qué día era. Tardó mucho en ponerse su vestido, peinarse y pintarse, pero no me molestó porque, cuando se presentó ante mí, espléndida, supe que ella, con su sola presencia, me daría los ánimos y las fuerzas suficientes para mantenerme sereno. Sabiéndola a mi lado, ni todos los periodistas, escritores, agentes literarios… en fin, nadie que se encontrara en la majestuosa sala de actos del hotel Ritz de Madrid conseguiría menguar mi orgullo y evitar alzarme como ganador del Premio Planeta.

2ª voz narrativa

Aquella noche tampoco dormí apenas. Álvaro no dejaba de dar vueltas en la cama y mi cuerpo me pedía a gritos que hiciera lo mismo. O mejor, que me levantara y me fuera junto a Carlos, en cuya cama seguro dormiría o, al menos, sí estaría más a gusto. Pero eso era imposible, no esa noche, así que empleé toda mi fuerza de voluntad para semejar que descansaba tranquila, sin que me molestara lo más mínimo el insomnio del escritor que tenía a mi lado.

Tanto empeño puse en quedarme dormida que al final, cuando él se levantó dejándome toda la cama para mí, lo conseguí. Por desgracia, tuve la misma pesadilla que me acompañaba todas las noches de los últimos meses: una gran sala circular, oscura en su totalidad excepto en el centro, iluminado por un foco cegador de luz blanca, y allí, nosotros. Ellos frente a mí, mi marido y su agente, acusándome con sus ojos tristes. Pero había algo inédito: aquella vez nuestro silencio de miradas se veía recompensado por el murmullo lejano de cacharros, el sonido de una cafetera, la puerta de un microondas.

El despertador me dio la oportunidad de deshacerme de aquella sensación de angustia. Contenta por ello, me desperté y lo apagué de inmediato, pero la culpabilidad volvió a invadirme en el momento en que escuché el siseo de la máquina de afeitar. Hoy. Hoy tenía que decidirme.

Fui al baño, le di un beso rápido para que no notara el pesar en mi rostro y me metí en la ducha. ¿A quién pretendía engañar? La decisión ya estaba tomada. Entonces, ¿por qué me costaba tanto asumirlo? ¿Acaso no era lo que llevaba deseando desde hacía mucho? Por supuesto. Sonreí. Ahora sólo quedaba apoyar a Álvaro en su gran día y mantener la compostura hasta la noche, momento en que derrumbaría los muros de hipocresía que estaba construyendo en torno a mí.

Perdí la noción del tiempo arreglándome, pero no me preocupó: sabía que en caso de hacerse tarde él me lo haría saber. Puse todo mi empeño en que las medias quedasen bien rectas, en que el moño saliera firme pero con tirabuzones delicados, y en que la pintura, discreta y eficaz, realzara mi rostro. Cuando acabé y me miré bien en el espejo me sentí triste porque sabía que así ataviada y tan elegante gustaría a Álvaro. Se pondría contento y eso haría sentirme mal, sobretodo sabiendo que si me había puesto así era, en el fondo, no para agradarle a él, si no a Carlos, que se sentaría junto a mí en la sala de actos del Ritz, frente a nuestro amigo y esposo.

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